El aroma de un cigarro al encenderlo me devuelve al lugar desde el que escribo.
Estaba lejos, al otro lado del estrecho, junto a todos esos que no pueden abandonar su realidad siquiera un momento.
Estaba con todos los que duermen hacinados en oscuras y arrugadas celdas, víctimas de una tortura sin sentido.
Estaba entre manifestantes reprimidos, gritándole a la libertad aunque por ello me la arrebataran.
Estaba ante los ojos que lloraban.
Estaba con los que no tienen piernas, con los ciegos y con todos los que murieron a causa de las malditas minas.
Estaba con los que no podían ver la vida plena, por tener delante un muro.
Estaba escuchando los testimonios de aquellos que tuvieron que participar en una guerra.
Estaba entre los que enfermaban sin tener medios para curarse.
Estaba sola entre la niebla, añorando a un pueblo hoy exiliado. A mi familia. A todos los que un día fueron para mí cercanos.
Estaba escondiéndome de mi país, sintiéndome la fugitiva más extraña.
Estaba huyendo de la coacción, de la barbarie, de la opresión.
Y sin embargo no podía escapar del sufrimiento.
Estaba mezclada entre los saharauis y, así, en lo que me he encendido un cigarrito, ya no lo estoy.
Es, quizás, por instantes tan pequeños como éstos, por lo que ya han pasado más de 30 años.
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